domingo, 23 de noviembre de 2008

La invasión de los ambientadores

Todas las mañanas, legañosamente despierto, me arrastro pavorizado hasta el cuarto de baño. Una vez allí y a golpe de cerviz, alzo mi cabeza y comparezco ante el espejo. Exploro mi cara con mis torpes ojos y atisbo mi nariz. ¡Albricias!, está ahí, con sus dos agujeritos y todo. Resoplo de gusto y suspiro del susto. Esas armas letales de olores naturales, uniformadoras arbitrarias de pituitarias no han podido amputar mi apéndice mejor erguido y sustituido por una fresa virtual.
La pesadilla de la noche es la realidad del día y no me atrevo a salir a la calle. La cafetería huele a naranjas de la China, en el coche a membrillo podrido, en la librería a Ajaxpino, en el cine a casa de citas, y no precisamente literarias, y en la mayoría de los aseos te atraca la duda de si la resolución de los apretones es en realidad un manojo de rosas.
Los hijos bastardos de los aromas campean por todos los locales de la ciudad, algunos incluso disfrazados de setas. Yo, me quedo en casa bien pertrechado de tinto y tinta. Quizás aquí pueda conservar «el sentido».

1 comentario:

hernandez landazabal dijo...

¡Cuánta sabiduría hay en tus palabas, poeta! Pero, has de saber, que ni en casa es posible ya conservar "el sentido". Que la tinta huele a tinto, y el tinto a tinta. Y a veces uno se confunde tanto que se pone tonto, y se emborracha con la tinta y escribe con el tinto. Y se queda tan "continto".
Javier